domingo, 20 de junio de 2010

Sintítulo


Cuando estás ausente, tu figura se dilata hasta el punto de llenar el universo. Pasas al estado fluido, que es el de los fantasmas. Cuando estás presente, tu figura se condensa; alcanzas las concentraciones de los metales más pesados, del iridio, del mercurio. Muero de ese peso, cuando me cae en el corazón.


Fuegos, Marguerite Yourcenar.

miércoles, 2 de junio de 2010

Escrito en Braille sobre mi piel




Mientras me ducho con la luz apagada estoy tranquila. Tanteando como un ciego, se me cae la botella de shampoo y me golpeo varias veces con la puerta de vidrio.




No importa, porque también aparece el placer de no ver mis brazos, ni mis pechos, ni mis piernas, ni mi ombligo. Escondida en la oscuridad voy respirando, pensando, me encuentro y recuerdo.




Seco mi pelo con la secadora, para ser más linda y me cago en Sartre, aunque lo viva a cada segundo.




Y así van llegando los mensajes, a montones, que no son más que señales de que las personas nos hemos vuelto muy tontas últimamente. Porque obviamos el tema, no lo hablamos, lo das por superado y eso me consume.




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Me doy cuenta que de nada me sirve siempre saber qué hacer,




ni controlar a la perfección los impulsos,




ni maquinarlo todo con precisión milimétrica,




ni ser la mami y llevar dulcecitos y munchkins,




ni repartir consejos salvadores,




o dar el soporte que todos buscan.




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Si en realidad nadie me conoce, aunque al revés sea completamente lo opuesto.




Si nadie quiere hacerlo y no me duele.




Si nadie se da cuenta de eso.




Y nadie lo duda, porque siempre estoy ahí.




Y a nadie le importa, ni a mí. Estar sola es lo mejor que tengo.




Y nadie me lee.








Sólo tú.






lunes, 31 de mayo de 2010

Soñé contigo...









... Y fue horrible.




Manejábamos por la carretera a toda velocidad, rumbo a la playa. Yo al volante (por obvias razones) y tú de copiloto, con la ventana baja y con el pelo dándote vueltas por el aire.




Querías parar a comprar algo de comer y unas chelas, así que eso hicimos.




Estábamos idas, locas, perdidas en la inmensidad de la existencia: sabíamos que en un par de horas llegaría el final. Compramos cualquier huevada, como quien intenta desesperadamente adherirse a esas pequeñas cosas de lo que era la vida antes del conocimiento: una caja de pepinos, queso blanco y amarillo, alfajores y un six pack de Quara's (la huevada con más lógica de todas). Yo igual sabía que no iba a poder tragar. Tú todavía tenías planes de parar en el carrito de la anticuchera en la entrada a la playa.




Una vez en la casa, sintiéndonos estúpidas e insignificantes, me entró el remordimiento:




- A., debería estar en mi casa con mis padres. No acá contigo.




Y tú creíste que era cierto, A., yo tenía razón. ¿Qué hace ese par de locas solas y en la playa en pleno fin del mundo?




Pero cuando quise dar media vuelta y regresar, ya era muy tarde, porque ahí venía la ola.




Inmensa. Galopante. Burbujeante. Arrastrando cochinada. Próximamente: nosotras como cochinada.




Lo más curioso de todo el sueño fue que la ola no venía del mar, venía de los cerros. A nuestras espaldas quedaba el Pacífico, algo agitado pero nunca como lo que estaba a punto de alcanzarnos. De entre los montes de arena, aparecía un tsunami gigante.




Nos agarramos a unas piedras y nos miramos. Mi corazón estallaba y yo, que te conozco tanto, pude ver - reflejados en tu cara - la infinidad de inconclusos que surcaban tu mente. Esas cuestiones que nunca te quisiste plantear, A., el sentido o no de la vida, el amor, el porqué, tanta mariconada que siempre traté de compartir contigo.




Tenías miedo, aunque no lo hablaste, pero ya era muy tarde para abrazarte.




Nos dijimos un te quiero, tapamos nuestras narices haciendo presión con los dedos y cerramos los ojos.




Menuda forma de terminar, ¿no?




Que no nos agarre desprevenidas.