domingo, 30 de agosto de 2009

Ellas



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Con frecuencia he pensado que los amantes apasionados de las mujeres están tan enamorados del templo y los accesorios del culto como de la diosa misma; hallan deleite en los dedos enrojecidos con alheña, en los perfumes frotados sobre la piel, en las mil astucias que exaltan la belleza y a veces la fabrican por entero.


Aquellos tiernos ídolos diferían por completo de las grandes hembras bárbaras o de nuestras campesinas pesadas y graves; nacían de las volutas doradas de las grandes ciudades, de las cubas del tintorero o del vapor de los baños, tal como Venus de las olas griegas. Era casi imposible separarla de la afiebrada dulzura de ciertas noches de Antioquía, de la excitación matinal de Roma, de los nombres famosos que ostentaban, del lujo en medio del cual su último secreto era el de mostrarse desnudas, pero jamás sin adornos.


Yo hubiera querido más: la criatura humana despojada, a solas consigo misma, como alguna vez debería estarlo durante una enfermedad, a la muerte de un primogénito, al ver una arruga en el espejo.


Un hombre que lee, que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos llega a escapar de lo humano. Pero mis amantes parecían empecinarse en pensar tan sólo como mujeres; el espíritu o el alma que yo buscaba no pasaba todavía de un perfume.


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Así de grande. Esta es Marguerite Yourcenar, en Memorias de Adriano.